miércoles, 21 de octubre de 2009

Mecedora

Sentado en la mecedora de madera bastante gastada observa la foto de su madre que está colgada en la pared. En ningún momento se siente triste porque sabe que, a pesar de que ya no es un bebé, ella llegará del trabajo y le traerá algún dulce junto con un juguete nuevo y se sentará con él a jugar un rato, como solía hacerlo. Sabe que vendrá porque aquel señor ciego con poderes especiales le dijo que si tan sólo pensaba en su madre, ella aparecería y jugaría con él, así estuviera en el trabajo. “Los ciegos vemos los que otros no ven” –le había dicho.
Nunca escuchó la puerta, pero sabe que llegó. No trajo consigo nada nuevo, sólo el viejo muñeco con forma de ratón futbolista que le había regalado años antes y un avioncito que él le había quitado a un primo, también años antes. Sin embargo, él sabía que lo importante era que ella estuviera allí, y que, a pesar de lo cansada que se encontrara por el trabajo, se tomaría una hora entera –ella le decía que una hora era un año, así que después de jugar, ambos estaban un año más viejos- para salir al parque con él a buscar juntos algún tesoro escondido en el riachuelo.
Mientras exploraban, su madre llevaba un casco con linterna, lo que le permitía ser la guía por los caminos más oscuros. Él, en cambio, era quien llevaba la espada y, en caso de que apareciera algún monstruo o algún pirata fantasma tratando de proteger el preciado tesoro, debía colocarse delante de su madre y enfrentarlo valientemente. No quería que su madre tuviera que sufrir de nuevo a causa de algún estúpido monstruo.
Mientras avanzaban y él enfrentaba a los monstruos con valentía, éstos fueron tomando formas distintas: se parecían cada vez más a personas comunes y corrientes y a cigarrillos. El camino se iba haciendo cada vez más oscuro y a medida que pasaban las horas, le importaba cada vez menos la existencia de un tesoro. Se había dado cuenta de que la espada era inútil y la linterna que estaba en el casco de su madre se había quedado sin batería. Se encontró solo: quizá a su madre se la había vuelto a llevar un monstruo sin él darse cuenta. No sentía desesperación, sólo confusión.
Se mantuvo explorando, ya en solitario, durante muchas horas –que su madre llamaría años-. Sabía, a pesar de lo que le había dicho el ciego, que pretender conversar con su madre era imposible: se la habían llevado.
Entró a su casa ya bastante anciano y cansado; tenía bastante tiempo sin pisar ese lugar. Olía a polvo y a viejo. Buscar tesoros con su madre era su único tesoro y lo había comprendido bastante tarde. Deseaba ser niño de nuevo para contemplarla así sea en juegos. La exploración había sido larga y tediosa, casi siempre estuvo solo, sufrió bastante y nunca encontró tesoro alguno. Se sentó en el viejo y sucio sillón de madera y se dedicó a contemplar la, ya gastada, foto de su madre.
A pesar de ser un anciano, esperó pacientemente a que ella llegara del trabajo con algún juguete o una historia interesante: nunca volvió. “Ya estoy muy grande para los juguetes” –pensó, mientras en la mecedora se durmió.

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