miércoles, 21 de octubre de 2009

Himno Nacional

“¿Quién te ama?” –pensé.

Me encontraba de pie, observando a través de la ventana de la cocina de mi departamento. Eran las dos de la madrugada de un domingo. Miento, eran las dos de la madrugada de un lunes; el domingo había quedado atrás. La calle estaba bastante oscura, sólo la luz de un farol iluminaba un trecho de forma intermitente, dejando ver que había llovido algunas horas antes. Al comienzo de la calle, a mi izquierda, pude observar a un hombre que subía lentamente. Un vehículo le pasó bastante cerca, a mucha velocidad. Fue entonces cuando el hombre decidió apartarse del medio de la calle y continuar su camino sobre la acera. Imagino que, inmerso en su soledad, pensó que no había más nada en el mundo aparte de él. Si caminas por el medio de la calle, solo, en la madrugada de un lunes, no debe existir –para ti- más nada en el planeta.

Sentí que mi corazón latía fuertemente y coloqué mi mano contra mi pecho para asegurarme. Inmediatamente mastiqué un par de aspirinas y bebí un vaso de agua. Lo hice por costumbre: ya la ansiedad no me preocupaba, sus efectos parecían insuficientes ante mi indiferencia.

El hombre llevaba una camisa que dejaba su pecho al descubierto sobre unos pantalones demasiado anchos para él. Sin embargo, no parecía un indigente, sólo alguien que, en algún punto, se había perdido. El no indigente arrastraba sus pasos con dificultad mientras sostenía una botella vacía en su mano derecha.

Yo me desabotonaba la camisa que había utilizado durante tres días seguidos, para luego depositarla en el cesto –sobresaturado- de la ropa sucia. También tenía una botella en mi mano derecha, una botella de ron, pero ésta, a diferencia de la de aquel sujeto, estaba llena hasta la mitad. La vacié en el desagüe del lavaplatos y luego la tiré a la basura.

Ya un poco más lejos, el hombre, sentado sobre la acera, comenzó a cantar el Himno Nacional. Me recordó a mi padre. Pensé en colocar algo de música para apartar el sonido –que me resultaba bastante incomodo-, pero llegué a la conclusión de que molestaría a los vecinos. La mayoría tendría que trabajar a primera hora de la mañana, o tendrían que llevar a los niños a la escuela, o quizá se irían a trotar antes de que saliera el sol, o, simplemente, habrían estado haciendo el amor hasta tarde –o quizá estuvieran en eso- y necesitarían dormir.

Ya no sentía latir mi corazón, hasta que pensé en eso y, por supuesto, empezó de nuevo. Comencé a toser con fuerza –me habían dicho que de esa manera se evitaban los infartos-. Mientras tosía, sentí náuseas y tuve que correr al inodoro. Allí vomité: el líquido era negro. Me levanté para lavarme la cara y me di cuenta de que necesitaba afeitarme; la barba que oscurecía mi rostro me recordó a mi padre. Cuando volví a la ventana, ya el hombre no estaba. Pensé, de nuevo, en mi padre.

“¿Alguien ama a ese hombre?, ¿alguien se preocupa por él?” –pensaba-. Su destino parecía no poseer importancia alguna para nadie –incluyéndolo.

Me aterraba la idea, cada día mas cercana a formar parte de mis convicciones, de que uno deja de importar cuando no tiene nada más que ofrecer. Ciertamente aquel hombre no poseía nada, excepto su botella vacía.

Quería bañarme porque olía a demonios, pero no poseía la fuerza necesaria para hacerlo. Me tumbé en mi cama y me dediqué a observar el techo de mi habitación. “Siempre he amado a mi padre –pensé mientras me dormía-, incluso cuando yo era un chico y él gritaba historias sobre Bolívar en plena madrugada, en medio de la calle, cerca de mi casa, y yo intentaba, en vano, convencerme de que no era él y dormir”.

Pensando en esto me dormí y, sin saber si soñaba o aún estaba despierto, creí escuchar el teléfono sonar.

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