miércoles, 21 de octubre de 2009

La piedra en el bolsillo

Estaba perdido.

Por más que caminaba no lograba entender dónde me encontraba. Sólo veía árboles y más árboles a mi alrededor. No sabía qué ocurría, pues yo conocía el camino como a la palma de mi mano. Había salido esa mañana, como cualquier otra, a buscar algunas frutas para el desayuno. ¡Siempre lo hacía! ¡Todos los santos días! ¡¿Por qué diablos habría de perderme?! “Le echarán la culpa a mi memoria” –Pensé-.

Ya me estaba enfadando. El sol era una pesadilla, una tortura que se dedicaba a hacer arder mi espalda, debajo de mi franela negra favorita -que después de ese día se iría directamente al cesto de la basura-; no me había dado suerte, en absoluto, aquel día. Mis botas daban asco debido al pantano: la noche anterior había llovido intensamente.

Mientras caminaba, sentía los gotas de sudor bajar a través de mi frente para reposar por un momento en mis cejas hasta que caían, y, cuando lo hacían, a veces golpeaban mis labios o, en otras ocasiones, se iban directamente al suelo. “Ya no estoy para estos malditos trotes. Lo resistiría si el sol no estuviera tan fuerte” –Pensaba, mientras arqueaba mi espalda para mitigar el dolor-. Mi corazón golpeaba con violencia contra mi pecho. Me costaba respirar.

El ritmo que mantenía al caminar había disminuido, andaba lentamente. Ya no levantaba la mirada en busca de algún camino que me sacara del bosque. Sólo quería estar tranquilo, ya no me importaba más nada. Vislumbré una pequeña montaña rocosa; estaba casi seguro de que al atravesarla llegaría a casa. Una vez que llegué a ella, me dispuse a treparla; resultaba ser una empresa bastante exigente. Recordé que cuando estaba joven trepaba cualquier montaña con facilidad. Lo hacía solo y lo disfrutaba. Era lo que más disfrutaba en la vida. Miento: lo que más disfrutaba era subirlas con ella, a pesar de que le costaba. Me encantaba echarme con ella a ver el cielo una vez hubiéramos llegado. Ella no estaba para ayudarme en este momento.

Vi una pequeña piedra de cuarzo. En una ocasión, le regalé una piedra similar; fue uno de los primeros regalos que le di en la vida. La había encontrado en El Ávila antes de conocerla. Yo estaba solo aquellos días y prometí guardarla hasta encontrarla, quiero decir, hasta encontrar a la mujer con la que compartiría mi vida, la mujer de la que me enamoraría. Tomé la piedra, la observé durante unos segundos mientras recuperaba mi aliento y la coloqué en mi bolsillo. Era mi única compañía, no tenía nada más en la vida, sólo a esa pequeña piedra y, a pesar de que no hablaba o, precisamente por eso, era la compañera perfecta. Continué mi camino y justamente debido a otra piedra pequeña resbalé y me caí. Retrocedí, debido a la caída, unos dos metros. Cuando intenté levantarme, me percaté de que mi tobillo estaba roto. Aún no sentía dolor, simplemente no era capaz de apoyarlo. No podía caminar.

Miré a mi alrededor. A mi derecha, a unos quince metros, podía observar una pequeña cueva que me serviría de refugio. Me arrastré hasta ella y allí me acosté para protegerme del sol. Comenzaron a pasar las horas. Se fue el sol y vino la lluvia y con ella un intenso dolor en mi tobillo. Era tan fuerte que se me salían las lágrimas. Intentaba dormir para que se fuera, pero era imposible. Mi cabeza sólo se ocupaba de él.

Estaba decepcionado de mi persona: un viejo solo, sucio, tirado en una cueva, con un tobillo roto. Lo mejor sería morirme. No merecía estar vivo si esas eran las condiciones de mi vida. Mientras pensaba esto, me oriné encima.

Milagrosamente logré conciliar el sueño. Al menos eso pensaba que ocurriría ya que los ojos se me cerraban solos. Tenía miedo de dormirme allí. “Si me duermo, no quiero despertar. No quiero sufrir más, mucho menos dar lástima si alguien me llegara a ver en este estado” –Eso pensaba cuando me dormí. Al menos esa es la parte que recuerdo-.

Sentí un beso en mi frente. De forma tranquila, pues sentía ese beso cada mañana, abrí los ojos: era ella. Debido al color del cielo, intuí que era bastante tarde. Había salido a buscarme. No le importó el peligro de la noche. Traía al viejo Roma consigo –Roma era nuestro perro-. Se suponía que sintiera vergüenza en ese momento, pero no era así: ante ella no sentía pena alguna; ella había visto mi alma desnuda.

Sin ella estaba solo, solo con mi piedra en un bolsillo.

Sonreí, introduje mi mano en el bolsillo y, de nuevo, le entregué su piedra. Ella me había salvado otra vez. Ya no sé cuántas veces lo había hecho. “Sin ella sólo soy un viejo inútil” –Pensé, luego sonreí y le dije-:

-Qué bueno que te enseñé a subir montañas.

1 comentario:

  1. Gracias por colgarla y asi hacerla inmortal... Tu sabes como soy en mis arranques de "limpieza profunda"... Me alegra que hayas abierto uno de estos... Arios, amigo

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