Sentado en la mecedora de madera bastante gastada observa la foto de su madre que está colgada en la pared. En ningún momento se siente triste porque sabe que, a pesar de que ya no es un bebé, ella llegará del trabajo y le traerá algún dulce junto con un juguete nuevo y se sentará con él a jugar un rato, como solía hacerlo. Sabe que vendrá porque aquel señor ciego con poderes especiales le dijo que si tan sólo pensaba en su madre, ella aparecería y jugaría con él, así estuviera en el trabajo. “Los ciegos vemos los que otros no ven” –le había dicho.
Nunca escuchó la puerta, pero sabe que llegó. No trajo consigo nada nuevo, sólo el viejo muñeco con forma de ratón futbolista que le había regalado años antes y un avioncito que él le había quitado a un primo, también años antes. Sin embargo, él sabía que lo importante era que ella estuviera allí, y que, a pesar de lo cansada que se encontrara por el trabajo, se tomaría una hora entera –ella le decía que una hora era un año, así que después de jugar, ambos estaban un año más viejos- para salir al parque con él a buscar juntos algún tesoro escondido en el riachuelo.
Mientras exploraban, su madre llevaba un casco con linterna, lo que le permitía ser la guía por los caminos más oscuros. Él, en cambio, era quien llevaba la espada y, en caso de que apareciera algún monstruo o algún pirata fantasma tratando de proteger el preciado tesoro, debía colocarse delante de su madre y enfrentarlo valientemente. No quería que su madre tuviera que sufrir de nuevo a causa de algún estúpido monstruo.
Mientras avanzaban y él enfrentaba a los monstruos con valentía, éstos fueron tomando formas distintas: se parecían cada vez más a personas comunes y corrientes y a cigarrillos. El camino se iba haciendo cada vez más oscuro y a medida que pasaban las horas, le importaba cada vez menos la existencia de un tesoro. Se había dado cuenta de que la espada era inútil y la linterna que estaba en el casco de su madre se había quedado sin batería. Se encontró solo: quizá a su madre se la había vuelto a llevar un monstruo sin él darse cuenta. No sentía desesperación, sólo confusión.
Se mantuvo explorando, ya en solitario, durante muchas horas –que su madre llamaría años-. Sabía, a pesar de lo que le había dicho el ciego, que pretender conversar con su madre era imposible: se la habían llevado.
Entró a su casa ya bastante anciano y cansado; tenía bastante tiempo sin pisar ese lugar. Olía a polvo y a viejo. Buscar tesoros con su madre era su único tesoro y lo había comprendido bastante tarde. Deseaba ser niño de nuevo para contemplarla así sea en juegos. La exploración había sido larga y tediosa, casi siempre estuvo solo, sufrió bastante y nunca encontró tesoro alguno. Se sentó en el viejo y sucio sillón de madera y se dedicó a contemplar la, ya gastada, foto de su madre.
A pesar de ser un anciano, esperó pacientemente a que ella llegara del trabajo con algún juguete o una historia interesante: nunca volvió. “Ya estoy muy grande para los juguetes” –pensó, mientras en la mecedora se durmió.
Mostrando entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas
miércoles, 21 de octubre de 2009
Himno Nacional
“¿Quién te ama?” –pensé.
Me encontraba de pie, observando a través de la ventana de la cocina de mi departamento. Eran las dos de la madrugada de un domingo. Miento, eran las dos de la madrugada de un lunes; el domingo había quedado atrás. La calle estaba bastante oscura, sólo la luz de un farol iluminaba un trecho de forma intermitente, dejando ver que había llovido algunas horas antes. Al comienzo de la calle, a mi izquierda, pude observar a un hombre que subía lentamente. Un vehículo le pasó bastante cerca, a mucha velocidad. Fue entonces cuando el hombre decidió apartarse del medio de la calle y continuar su camino sobre la acera. Imagino que, inmerso en su soledad, pensó que no había más nada en el mundo aparte de él. Si caminas por el medio de la calle, solo, en la madrugada de un lunes, no debe existir –para ti- más nada en el planeta.
Sentí que mi corazón latía fuertemente y coloqué mi mano contra mi pecho para asegurarme. Inmediatamente mastiqué un par de aspirinas y bebí un vaso de agua. Lo hice por costumbre: ya la ansiedad no me preocupaba, sus efectos parecían insuficientes ante mi indiferencia.
El hombre llevaba una camisa que dejaba su pecho al descubierto sobre unos pantalones demasiado anchos para él. Sin embargo, no parecía un indigente, sólo alguien que, en algún punto, se había perdido. El no indigente arrastraba sus pasos con dificultad mientras sostenía una botella vacía en su mano derecha.
Yo me desabotonaba la camisa que había utilizado durante tres días seguidos, para luego depositarla en el cesto –sobresaturado- de la ropa sucia. También tenía una botella en mi mano derecha, una botella de ron, pero ésta, a diferencia de la de aquel sujeto, estaba llena hasta la mitad. La vacié en el desagüe del lavaplatos y luego la tiré a la basura.
Ya un poco más lejos, el hombre, sentado sobre la acera, comenzó a cantar el Himno Nacional. Me recordó a mi padre. Pensé en colocar algo de música para apartar el sonido –que me resultaba bastante incomodo-, pero llegué a la conclusión de que molestaría a los vecinos. La mayoría tendría que trabajar a primera hora de la mañana, o tendrían que llevar a los niños a la escuela, o quizá se irían a trotar antes de que saliera el sol, o, simplemente, habrían estado haciendo el amor hasta tarde –o quizá estuvieran en eso- y necesitarían dormir.
Ya no sentía latir mi corazón, hasta que pensé en eso y, por supuesto, empezó de nuevo. Comencé a toser con fuerza –me habían dicho que de esa manera se evitaban los infartos-. Mientras tosía, sentí náuseas y tuve que correr al inodoro. Allí vomité: el líquido era negro. Me levanté para lavarme la cara y me di cuenta de que necesitaba afeitarme; la barba que oscurecía mi rostro me recordó a mi padre. Cuando volví a la ventana, ya el hombre no estaba. Pensé, de nuevo, en mi padre.
“¿Alguien ama a ese hombre?, ¿alguien se preocupa por él?” –pensaba-. Su destino parecía no poseer importancia alguna para nadie –incluyéndolo.
Me aterraba la idea, cada día mas cercana a formar parte de mis convicciones, de que uno deja de importar cuando no tiene nada más que ofrecer. Ciertamente aquel hombre no poseía nada, excepto su botella vacía.
Quería bañarme porque olía a demonios, pero no poseía la fuerza necesaria para hacerlo. Me tumbé en mi cama y me dediqué a observar el techo de mi habitación. “Siempre he amado a mi padre –pensé mientras me dormía-, incluso cuando yo era un chico y él gritaba historias sobre Bolívar en plena madrugada, en medio de la calle, cerca de mi casa, y yo intentaba, en vano, convencerme de que no era él y dormir”.
Pensando en esto me dormí y, sin saber si soñaba o aún estaba despierto, creí escuchar el teléfono sonar.
Me encontraba de pie, observando a través de la ventana de la cocina de mi departamento. Eran las dos de la madrugada de un domingo. Miento, eran las dos de la madrugada de un lunes; el domingo había quedado atrás. La calle estaba bastante oscura, sólo la luz de un farol iluminaba un trecho de forma intermitente, dejando ver que había llovido algunas horas antes. Al comienzo de la calle, a mi izquierda, pude observar a un hombre que subía lentamente. Un vehículo le pasó bastante cerca, a mucha velocidad. Fue entonces cuando el hombre decidió apartarse del medio de la calle y continuar su camino sobre la acera. Imagino que, inmerso en su soledad, pensó que no había más nada en el mundo aparte de él. Si caminas por el medio de la calle, solo, en la madrugada de un lunes, no debe existir –para ti- más nada en el planeta.
Sentí que mi corazón latía fuertemente y coloqué mi mano contra mi pecho para asegurarme. Inmediatamente mastiqué un par de aspirinas y bebí un vaso de agua. Lo hice por costumbre: ya la ansiedad no me preocupaba, sus efectos parecían insuficientes ante mi indiferencia.
El hombre llevaba una camisa que dejaba su pecho al descubierto sobre unos pantalones demasiado anchos para él. Sin embargo, no parecía un indigente, sólo alguien que, en algún punto, se había perdido. El no indigente arrastraba sus pasos con dificultad mientras sostenía una botella vacía en su mano derecha.
Yo me desabotonaba la camisa que había utilizado durante tres días seguidos, para luego depositarla en el cesto –sobresaturado- de la ropa sucia. También tenía una botella en mi mano derecha, una botella de ron, pero ésta, a diferencia de la de aquel sujeto, estaba llena hasta la mitad. La vacié en el desagüe del lavaplatos y luego la tiré a la basura.
Ya un poco más lejos, el hombre, sentado sobre la acera, comenzó a cantar el Himno Nacional. Me recordó a mi padre. Pensé en colocar algo de música para apartar el sonido –que me resultaba bastante incomodo-, pero llegué a la conclusión de que molestaría a los vecinos. La mayoría tendría que trabajar a primera hora de la mañana, o tendrían que llevar a los niños a la escuela, o quizá se irían a trotar antes de que saliera el sol, o, simplemente, habrían estado haciendo el amor hasta tarde –o quizá estuvieran en eso- y necesitarían dormir.
Ya no sentía latir mi corazón, hasta que pensé en eso y, por supuesto, empezó de nuevo. Comencé a toser con fuerza –me habían dicho que de esa manera se evitaban los infartos-. Mientras tosía, sentí náuseas y tuve que correr al inodoro. Allí vomité: el líquido era negro. Me levanté para lavarme la cara y me di cuenta de que necesitaba afeitarme; la barba que oscurecía mi rostro me recordó a mi padre. Cuando volví a la ventana, ya el hombre no estaba. Pensé, de nuevo, en mi padre.
“¿Alguien ama a ese hombre?, ¿alguien se preocupa por él?” –pensaba-. Su destino parecía no poseer importancia alguna para nadie –incluyéndolo.
Me aterraba la idea, cada día mas cercana a formar parte de mis convicciones, de que uno deja de importar cuando no tiene nada más que ofrecer. Ciertamente aquel hombre no poseía nada, excepto su botella vacía.
Quería bañarme porque olía a demonios, pero no poseía la fuerza necesaria para hacerlo. Me tumbé en mi cama y me dediqué a observar el techo de mi habitación. “Siempre he amado a mi padre –pensé mientras me dormía-, incluso cuando yo era un chico y él gritaba historias sobre Bolívar en plena madrugada, en medio de la calle, cerca de mi casa, y yo intentaba, en vano, convencerme de que no era él y dormir”.
Pensando en esto me dormí y, sin saber si soñaba o aún estaba despierto, creí escuchar el teléfono sonar.
La piedra en el bolsillo
Estaba perdido.
Por más que caminaba no lograba entender dónde me encontraba. Sólo veía árboles y más árboles a mi alrededor. No sabía qué ocurría, pues yo conocía el camino como a la palma de mi mano. Había salido esa mañana, como cualquier otra, a buscar algunas frutas para el desayuno. ¡Siempre lo hacía! ¡Todos los santos días! ¡¿Por qué diablos habría de perderme?! “Le echarán la culpa a mi memoria” –Pensé-.
Ya me estaba enfadando. El sol era una pesadilla, una tortura que se dedicaba a hacer arder mi espalda, debajo de mi franela negra favorita -que después de ese día se iría directamente al cesto de la basura-; no me había dado suerte, en absoluto, aquel día. Mis botas daban asco debido al pantano: la noche anterior había llovido intensamente.
Mientras caminaba, sentía los gotas de sudor bajar a través de mi frente para reposar por un momento en mis cejas hasta que caían, y, cuando lo hacían, a veces golpeaban mis labios o, en otras ocasiones, se iban directamente al suelo. “Ya no estoy para estos malditos trotes. Lo resistiría si el sol no estuviera tan fuerte” –Pensaba, mientras arqueaba mi espalda para mitigar el dolor-. Mi corazón golpeaba con violencia contra mi pecho. Me costaba respirar.
El ritmo que mantenía al caminar había disminuido, andaba lentamente. Ya no levantaba la mirada en busca de algún camino que me sacara del bosque. Sólo quería estar tranquilo, ya no me importaba más nada. Vislumbré una pequeña montaña rocosa; estaba casi seguro de que al atravesarla llegaría a casa. Una vez que llegué a ella, me dispuse a treparla; resultaba ser una empresa bastante exigente. Recordé que cuando estaba joven trepaba cualquier montaña con facilidad. Lo hacía solo y lo disfrutaba. Era lo que más disfrutaba en la vida. Miento: lo que más disfrutaba era subirlas con ella, a pesar de que le costaba. Me encantaba echarme con ella a ver el cielo una vez hubiéramos llegado. Ella no estaba para ayudarme en este momento.
Vi una pequeña piedra de cuarzo. En una ocasión, le regalé una piedra similar; fue uno de los primeros regalos que le di en la vida. La había encontrado en El Ávila antes de conocerla. Yo estaba solo aquellos días y prometí guardarla hasta encontrarla, quiero decir, hasta encontrar a la mujer con la que compartiría mi vida, la mujer de la que me enamoraría. Tomé la piedra, la observé durante unos segundos mientras recuperaba mi aliento y la coloqué en mi bolsillo. Era mi única compañía, no tenía nada más en la vida, sólo a esa pequeña piedra y, a pesar de que no hablaba o, precisamente por eso, era la compañera perfecta. Continué mi camino y justamente debido a otra piedra pequeña resbalé y me caí. Retrocedí, debido a la caída, unos dos metros. Cuando intenté levantarme, me percaté de que mi tobillo estaba roto. Aún no sentía dolor, simplemente no era capaz de apoyarlo. No podía caminar.
Miré a mi alrededor. A mi derecha, a unos quince metros, podía observar una pequeña cueva que me serviría de refugio. Me arrastré hasta ella y allí me acosté para protegerme del sol. Comenzaron a pasar las horas. Se fue el sol y vino la lluvia y con ella un intenso dolor en mi tobillo. Era tan fuerte que se me salían las lágrimas. Intentaba dormir para que se fuera, pero era imposible. Mi cabeza sólo se ocupaba de él.
Estaba decepcionado de mi persona: un viejo solo, sucio, tirado en una cueva, con un tobillo roto. Lo mejor sería morirme. No merecía estar vivo si esas eran las condiciones de mi vida. Mientras pensaba esto, me oriné encima.
Milagrosamente logré conciliar el sueño. Al menos eso pensaba que ocurriría ya que los ojos se me cerraban solos. Tenía miedo de dormirme allí. “Si me duermo, no quiero despertar. No quiero sufrir más, mucho menos dar lástima si alguien me llegara a ver en este estado” –Eso pensaba cuando me dormí. Al menos esa es la parte que recuerdo-.
Sentí un beso en mi frente. De forma tranquila, pues sentía ese beso cada mañana, abrí los ojos: era ella. Debido al color del cielo, intuí que era bastante tarde. Había salido a buscarme. No le importó el peligro de la noche. Traía al viejo Roma consigo –Roma era nuestro perro-. Se suponía que sintiera vergüenza en ese momento, pero no era así: ante ella no sentía pena alguna; ella había visto mi alma desnuda.
Sin ella estaba solo, solo con mi piedra en un bolsillo.
Sonreí, introduje mi mano en el bolsillo y, de nuevo, le entregué su piedra. Ella me había salvado otra vez. Ya no sé cuántas veces lo había hecho. “Sin ella sólo soy un viejo inútil” –Pensé, luego sonreí y le dije-:
-Qué bueno que te enseñé a subir montañas.
Por más que caminaba no lograba entender dónde me encontraba. Sólo veía árboles y más árboles a mi alrededor. No sabía qué ocurría, pues yo conocía el camino como a la palma de mi mano. Había salido esa mañana, como cualquier otra, a buscar algunas frutas para el desayuno. ¡Siempre lo hacía! ¡Todos los santos días! ¡¿Por qué diablos habría de perderme?! “Le echarán la culpa a mi memoria” –Pensé-.
Ya me estaba enfadando. El sol era una pesadilla, una tortura que se dedicaba a hacer arder mi espalda, debajo de mi franela negra favorita -que después de ese día se iría directamente al cesto de la basura-; no me había dado suerte, en absoluto, aquel día. Mis botas daban asco debido al pantano: la noche anterior había llovido intensamente.
Mientras caminaba, sentía los gotas de sudor bajar a través de mi frente para reposar por un momento en mis cejas hasta que caían, y, cuando lo hacían, a veces golpeaban mis labios o, en otras ocasiones, se iban directamente al suelo. “Ya no estoy para estos malditos trotes. Lo resistiría si el sol no estuviera tan fuerte” –Pensaba, mientras arqueaba mi espalda para mitigar el dolor-. Mi corazón golpeaba con violencia contra mi pecho. Me costaba respirar.
El ritmo que mantenía al caminar había disminuido, andaba lentamente. Ya no levantaba la mirada en busca de algún camino que me sacara del bosque. Sólo quería estar tranquilo, ya no me importaba más nada. Vislumbré una pequeña montaña rocosa; estaba casi seguro de que al atravesarla llegaría a casa. Una vez que llegué a ella, me dispuse a treparla; resultaba ser una empresa bastante exigente. Recordé que cuando estaba joven trepaba cualquier montaña con facilidad. Lo hacía solo y lo disfrutaba. Era lo que más disfrutaba en la vida. Miento: lo que más disfrutaba era subirlas con ella, a pesar de que le costaba. Me encantaba echarme con ella a ver el cielo una vez hubiéramos llegado. Ella no estaba para ayudarme en este momento.
Vi una pequeña piedra de cuarzo. En una ocasión, le regalé una piedra similar; fue uno de los primeros regalos que le di en la vida. La había encontrado en El Ávila antes de conocerla. Yo estaba solo aquellos días y prometí guardarla hasta encontrarla, quiero decir, hasta encontrar a la mujer con la que compartiría mi vida, la mujer de la que me enamoraría. Tomé la piedra, la observé durante unos segundos mientras recuperaba mi aliento y la coloqué en mi bolsillo. Era mi única compañía, no tenía nada más en la vida, sólo a esa pequeña piedra y, a pesar de que no hablaba o, precisamente por eso, era la compañera perfecta. Continué mi camino y justamente debido a otra piedra pequeña resbalé y me caí. Retrocedí, debido a la caída, unos dos metros. Cuando intenté levantarme, me percaté de que mi tobillo estaba roto. Aún no sentía dolor, simplemente no era capaz de apoyarlo. No podía caminar.
Miré a mi alrededor. A mi derecha, a unos quince metros, podía observar una pequeña cueva que me serviría de refugio. Me arrastré hasta ella y allí me acosté para protegerme del sol. Comenzaron a pasar las horas. Se fue el sol y vino la lluvia y con ella un intenso dolor en mi tobillo. Era tan fuerte que se me salían las lágrimas. Intentaba dormir para que se fuera, pero era imposible. Mi cabeza sólo se ocupaba de él.
Estaba decepcionado de mi persona: un viejo solo, sucio, tirado en una cueva, con un tobillo roto. Lo mejor sería morirme. No merecía estar vivo si esas eran las condiciones de mi vida. Mientras pensaba esto, me oriné encima.
Milagrosamente logré conciliar el sueño. Al menos eso pensaba que ocurriría ya que los ojos se me cerraban solos. Tenía miedo de dormirme allí. “Si me duermo, no quiero despertar. No quiero sufrir más, mucho menos dar lástima si alguien me llegara a ver en este estado” –Eso pensaba cuando me dormí. Al menos esa es la parte que recuerdo-.
Sentí un beso en mi frente. De forma tranquila, pues sentía ese beso cada mañana, abrí los ojos: era ella. Debido al color del cielo, intuí que era bastante tarde. Había salido a buscarme. No le importó el peligro de la noche. Traía al viejo Roma consigo –Roma era nuestro perro-. Se suponía que sintiera vergüenza en ese momento, pero no era así: ante ella no sentía pena alguna; ella había visto mi alma desnuda.
Sin ella estaba solo, solo con mi piedra en un bolsillo.
Sonreí, introduje mi mano en el bolsillo y, de nuevo, le entregué su piedra. Ella me había salvado otra vez. Ya no sé cuántas veces lo había hecho. “Sin ella sólo soy un viejo inútil” –Pensé, luego sonreí y le dije-:
-Qué bueno que te enseñé a subir montañas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)